Por la mañana cuando me despierto, aún cuando no recupero del todo, la consciencia de mi cuerpo, la voz de mi mama resuena en mi cabeza, no me dice “buen día”, me confirma: “estás loca”.
Yo la miro fijamente como niña buscando encontrar certezas, y me explica con venenosa amabilidad: estas exagerando, por eso crees que sentís cosas pero no es así, el mundo es tenue y vos decís que es intenso, vos pensás que tenés emociones pero no es así, vos crees que tenés sentimientos pero no son tales, vos vivis en la luna, ves la vida, este montón de secuencias sin color ni brillo, son una película de los años 20s. La vida es un montón de calendarios vencidos, y vos me querés hacer creer que se puede hacer arte.
No hija, no te creo.
No me cree. Mi mamá no me cree, mi mente que estaba por despertarse retrocede, su falta de fe me resulta mortal, me muero inmediatamente. En eso mi cuerpo, queda tieso, como en una sesión erótica de suspensión con ganchos, y como fantasma, mi carne va y viene flotando sobre encima de la cama, mis tendones cuelgan como alambres que no sostienen ninguna obra de arte. La fuerza que tuve se deshizo, y quedo de mi este vapor que se mueve de acá, para allá, enganchado a las paredes.
No me cree, desde ese día que me enteré la falta de verdad entre nosotras, duermo pero no descanso, porque no tengo la herramienta del sueño. Desde que mi mamá no me cree solo logro anularme, mi identidad es una ilusión y en esa falta de refugio me manejo.
Las dos vivimos solas.
Yo en mi casa. Ella en la suya. Nos conecta el reflejo de su baño, donde ella me enseñó a ocultarme detrás del maquillaje.
Ella tampoco descansa, tiene sueños pero no los mira, se levanta con la confusión de quién no sé conoce a si misma, se va decidida al baño de su casa, y con toda la violencia de sus creencias, rompe el espejo que nos conecta, se arrodilla con la puerta cerrada para no sentir vergüenza ante la noche, y se clava los trozos de vidrio, en esa parte de ella misma en donde nos parecemos, mi mamá solo puede mirarnos cuando se lastima.
Donde estaba el espejo que oficiaba de portal ahora se generó un largo y doloroso puente de pedazos rotos. La miro del otro lado del camino, me aterro, doy media vuelta y veo que delante mío la otra opción es el vacío.
Me tiro.
La nada es mejor que mirarla de frente.
Entonces, ella suspira relajada por mi desaparecer. “si no la veo no existe” piensa satisfecha, y desde el lugar más profundo de nuestro desencuentro, se queda contemplando mi ausencia.
Luego de eso, aliviada, me canta para que la escuche desde donde no estoy: “estas loca hija, vos estas loca.”