Leo, leo cada día más, devoro la poesía, tiro de su lengua hacia mí y la envuelvo con la mía. Intento continuar un hilo, pero cada vez que leo me urge la necesidad de escribir, llevo en mis manos un volcán activo, toda su lava cae sobre la hoja. Imperioso callar todos los sonidos del ambiente, revolverlos en su interior hasta que una estrella dormida los absorba. Así puedo escribir, así puedo escribir…, pero esa no es la realidad. Los gritos de los niños, de mi cuñado, de la noche cayendo. Todo se presta a transformarse en grito y mi boca hace una mueca grande como si quisiera morderlo, destruirlo, hacer que la palabra escrita sea la única habitante de este universo, nadie más que ella puede pasear por las calles, pintarse los labios y salir a tomar un trago.
Leo, cómo leo, deberían verme. Cómo me muevo entre las páginas, mientras cocino y ordeno un poco mi alrededor.
Leo, pero estudio cada partícula que recae en mi mente, pero piensan que ociosamente estoy pasando el tiempo, como si todo fuera una novela de verano.
Uno, dos, tres, infinitos autores en mis manos; soy toda la poesía que mi cuerpo puede abarcar. Camino hacia la otra orilla de la palabra, mojo su borde y lloro de emoción porque todo lo que soy, todo lo que en potencia seré, es poesía, nada más. Nadie más podrá bordearme, avasallarme, arrastrarme, culparme, incendiarme de igual manera. La poesía es una brasa ardiente que me quema, pero aun así abrazo intensamente para que así termine por destruirme. Seré una palabra en desuso, con los años la madera mojada será parte de mis huesos hasta volverlos polvo.
