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]]>Pasaba por La Alameda cuando vi un vendedor ambulante que ofrecía a la venta “Mi amiga Gladys” de Pedro Lemebel. Me dijo que era original, pero eso no me importó. Pensé que estaba en Chile, qué posibilidades reales tenía de conseguirlo en la Argentina, lo busqué en internet, no lo encontré y lo compré por 8.000 chilenos. Algo así como 6.500 pesos argentinos.
Gladys es Gladys Marín, militante del Partido Comunista chileno y candidata a presidenta en 1.999 por la Unidad de la Izquierda. Líder de tantas movilizaciones, marchas y protestas contra el neoliberalismo y el pinochetismo a favor de la lucha obrera y callejera.
Pedro es Pedro Lemebel, escritor y cronista chileno, quien a través de sus libros me enseñó narrar tal cual lo hago hoy, buscando metáforas donde no las hay y poniendo el ojo donde incomoda.
Mi amiga Gladys es un libro más íntimo y testimonial que literario. Pero conserva pinceladas de la pluma adjetiva de Lemebel, especialmente en la primera crónica que da título al libro y en pasajes tales como “Pero más que aguas desbocadas que perpetúan una sola dirección, son voces, arrullos, gritos, discursos como el de Gladys, que en su polifonía oprimida esperan llegar al mar” (Mi amiga Gladys).
O “Nunca entendí bien la reacción de Bolaño esa noche, pero ese hecho marcó para siempre nuestra afectuosa relación. Él se fue a España y yo me quedé junto a Gladys en su continua lucha callejera. Jamás me arrepentiré de haberla elegido, mi corazón no es un libro abierto. Más bien se parece al cartel ajado donde impunemente se amohosan los rostros de la desaparición” (Mi corazón es un libro abierto).
O “QUIERO RENDIR UN HOMENAJE A TODAS LAS MUJERES TORTURADAS EN LA DICTADURA DE PINOCHET A NOMBRE DE TU HERMANA CARMEN CARCURO Ahí yo retrocedí un paso, temiendo que el metro noventa del colorín se me viniera encima, pero se quedó impávido, un segundo, sin entender; o quizás descolocado por el gol que le pasé, en su propia cara y para todo el país” (Inolvidable rareza).
O “¿Y por qué te gusta tanto ir a esa fiesta religiosa a ti que eres comunista?, la encaré una tarde a Gladys, y ella me miró con esos grandes ojos atentos, y luego, dirigiéndose a la Virgen de Guadalupe que le habían mandado de México, me contestó: en el asunto de la fe popular hay tanto por aprender, Pedro. No podría pensar que yo tengo la verdad en esos asuntos. Tengo respeto y no conozco todos los misterios de este culto que se sacrifica, que sube hasta Andacollo a pedir algún favor, algún milagro” (Navidad en Andacollo).
O “Pero nosotras somos más folklóricas, Pedrín. Y rockeras, agregué con una mirada rebelde. Y cumbiancheras, acentúo mi reina con su risa de cascabel que me sigue sonando en el ayer; tan fresca y libertaria como una cascada de pájaros” (Con Gladys en la Ópera).
Y terminar “Hace un año que no estás y parece un siglo. Hace un siglo que te fuiste y cada noche dejamos la puerta entreabierta por si quisieras regresar” (La ternura insolente de tu mirar).
Al libro lo publicó Seix Barral después de la muerte de ambos. Los textos dedicados a Gladys iban a ser parte de “Háblame de amores”, pero dada la cantidad y el vínculo que los unía decidieron dejarlo para un volumen independiente.
Luego Pedro murió y la editorial cumplió con su deseo de homenajearla a través de su escritura. Urgente, como dice Alejandro Zambra en la contratapa del libro, como las canciones de Silvio, como la señora que vendía cajitas de fósforos en la calle Lastarria en Santiago y al ver que yo llevaba el libro en mis manos me dijo: “Acá tengo cajitas con la foto de Pedro y acá de La Gladys Marín”.
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]]>Había una familia que mantener y por eso estaba trabajando. No tenía tiempo para conversar del ayer, y menos para escuchar canciones de protesta. Se lo dijo:
Y él pareció no escucharla.
Y ella amurrada, tragó saliva.
Y él miraba afuera como si lloviera.
Y ella insistió con lo de la plaza.
Y él se río, pensando que no era por eso.
Y ella quiso bajarse del auto.
Y él la sujetó del hombro.
Y ella apretó algo en su cartera.
Y él solo quería abrazarla.
Y ella no entendió el gesto.
Y él estiró el brazo.
Y ella hundió el puñal en la axila del Willy.
Porque nunca quiso matarlo.
en “Loco afán” de Pedro Lemebel.
Quizás la pendeja, después de escuchar al QUILAPAYÚN en los cassettes que le prestaron los presos políticos. Luego de oír por horas “En esa carta me dicen que cayó preso mi hermano…”. Tal vez, se encontró con un Willy que hubiera deseado conocer en otro momento. A lo mejor, por eso asumió el sida como una doble condena privada y sentimental, pensando que la vida era sabia, pero a veces tan injusta, por donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo (1996:114-116).
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]]>Mientras esperaba un chico chileno me dijo lo importante que debía ser para mí entrevistar a la pluma que uno admira y le dije: “No sé”. Para mí eras un personaje de ficción y al verte más. No podía mirarte a los ojos ni seguir tus movimientos.
Probablemente todo mi prejuicio hetero saltó en ese momento. Y supongo que el tuyo también ante un tipo casi normal en su aspecto.
El mismo prejuicio que tuvo la docente que corrigió mi tesis. Que cuando me vio en el pasillo esperaba encontrarse con un marica –como decís vos- y no con un muchacho ya grande, encorvado, con anteojos, casado, que le decía que quería recibirse por su mujer y su hija. Y que encontró en Lemebel una excusa para escribir.
Yo había dejado la carrera dos veces. La primera porque vendía publicidad en una editorial exitosa de videojuegos y necesitaba dinero. Y no me parecía conseguirlo leyendo a Marx y Durkheim en la facultad de ciencias sociales de la UBA. La segunda: no sé. Supongo porque había vuelto después de la muerte de mi padre y no era razón suficiente. Al menos no académica.
Pero el conocer a mi actual mujer y sus amigas -todas recibidas e intelectuales- mi pasado lector y estudioso volvió, y me propuse terminar la carrera. Después mi mujer quedó embarazada y quería que mi hija tuviera al menos un papá licenciado. Y me apuré para graduarme en comunicación social. Y en las últimas materias conocí a Baigorria y él nos hablaba de la crónica y de vos. Y primero compré tu libro “Loco afán” y después “De perlas y cicatrices”, que para mí es el mejor. Y hoy tengo todos. Y los que no conseguí por Seix Barral, me los hice traer de Chile. Y hasta tengo una edición cartonera de uno que se llama “Bésame de nuevo forastero”.
En tus libros encontré teoría social mezclada con metáfora y adjetivación. Y una mirada tierna hacia el otro. Tenían la misma melancolía que yo tengo a veces, la misma sed de justicia o reivindicación. Yo soy un progre de clase media y mis desvíos son pocos. Ni siquiera puse el cuerpo en el teatro ni en las marchas como vos. Pero sufrí maltratos y abandonos de chico que me hicieron hacer alianza con los más desprotegidos.
Te cuento que escribí cuatro libros, que hablan un poco de eso: “Recovecos”, “Amores truncos”, “Sin ojos que los miren” y “Toda la voz de América en mi piel”. Este último es la tesis sobre la crónica latinoamericana a través de tu obra, que te conté.
Yo quería ser Foucault y volví a escribir leyéndote a vos. Tus crónicas tienen un formato y una cadencia maravillosa. Más allá del tema que trates: dictadura, homosexsuales o un desamor.
Vos sabés que ahora hasta me animé a dar talleres poniendo tu estilo y forma como ejemplo. Le saco un poco el barroco. Espero no te moleste. Yo no soy tan revolucionario, pero en uno de los festivales de poesía que hago, me crucé con un chico chileno que me preguntó por Perón y yo por tu Allende y mi admiración. Y él me contestó que Allende no era un revolucionario, que era un político clásico pero de buen corazón. Más o menos como yo.
Le hablé de vos y a los meses me pasó la película sobre tu libro “Tengo miedo torero” antes que saliera. Después dejamos de hablarnos. También con Baigorria. Pero quería agradecerte el haber vuelto a escribir inspirado en vos.
Juan Botana
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]]>Si hace unos minutos me gritaron “Reinaa”. Y yo me lo creí. Porque una quiere creer y nada más. Pero no fue a mí, sino a la foto de Liz Taylor que se presenta en la pantalla detrás mío cada vez que aparezco en escena. Con toda esa música y mi teatro ambulante a cuestas y mis ropas, y mi colorido, entre el afecto y el espanto, de peregrino errante, de hiedra y camino y “musguito en la piedra y ay, si, si, si”. Por entonces más Parra que Violeta y cada vez más lejos de mis diecisiete.
¿Qué suerte que se ríen? Porque yo ya no me puedo reír. Me quedó más la mueca que el gesto y unas ganas locas de seguir riendo con muchos más afanes que locura. ¿Saben? Por esto de la operación que me hicieron en Cuba me pasó. Pero era obvio que soportar tantos años esta lengua salada iba a tener sus represalias y de algún modo se la iban a cobrar; y a lo mejor, fue ésta la manera que encontraron.
¿Saben? Hoy es la primera vez que me leo en vivo desde el momento de la intervención quirúrgica. ¡Me hubiera puesto cuatro tetas de haber sabido! Me fugué de La Habana, porque imagínense que “un colibrí no puede morir a la sombra del sidario”. No puede. Fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser? ¡Qué suerte que ustedes también hayan podido venir! Si hace minutos y hace tiempo mi boca buscona le robó un beso: inocente, tierno, dulce; guardado por años en terciopelo marrón, pálido y triste, que envejeció arrugándose con su cara y la mía al sol del Mediterráneo de mi Joan Manuel. Y me arañaron por eso las mujeres presentes en la Universidad ARCIS ese día, en Santiago de Chile una tarde cualquiera.
Y cada tarde de primavera que dura un segundo. Y cada primavera. Y cada vez que él cante la canción Lucía, mi beso cantará en su boca como una flor extraña que sentirá enredarse en sus palabras otra vez. “Mi beso será un recuerdo prohibido como una luna sodomita que arañó su mar”. Si hace minutos y hace tiempo la Leva dejó de taconear las calles y al mirar el recuerdo de “perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada”, como si tuviera la obligación de atenderlos cuando ellos quisieran por el solo hecho de su condición sexual, me descompuse y casi que no puedo venir. ¿Pero ustedes no tienen la culpa? Agarré mis cosas y me vine. Si al pobre de Gonzalo no le quedó otra, que travestir sus cicatrices para que la emergencia de los apagones no lo encandilaran esta vez y ocultaran su maquillaje por las noches y sobreviviera mientras pudo a la dictadura. Pero no al dolor y a mi amor colgado en sus manos ni a su rojo corazón. Si “la persona que amas puede desaparecer” y mi amor no está tranquilo. Si “donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo” en una calle angosta. Si ayer nomás, estaba en el hotel donde me hospedo sobre la calle Bolívar: nostálgico, melancólico, aburrido, misterioso, melodramático, adjetivo, como el centro de Buenos Aires, ya casi sin casco histórico para admirar, como conservan todavía la mayoría de las ciudades antiguas de Latinoamérica, creyendo mirar en la televisión como pasa la vida cuando un baño de agua dulce salpicó mi cara por suerte una vez más. Y sus gotas acariciaron mi cuerpo dolido y salí como loca al encuentro de miles de estudiantes que habían tomado los colegios por quién sabe qué derecho. Primero justo y después vemos. Y baje para acompañarlos y poner el cuerpo –como siempre- ya más cansado que entonces y un tanto torcido por el trajín de los viajes. Y mi voz alterada, esta vez más grave por la operación que por el cigarrillo, puso la mano aquí. Justo cuando la izquierda ahora nos incluye y dejó de reírse de nosotros y de nuestra voz amariconada y habla por la diferencia aunque le cueste. ¡Justo ahora a mí viene a tocarme este vozarrón! ¿Qué dicen? No es justo, no. ¡Pero si nunca hubo justicia en este mundo! Tal vez porque mi voz fugitiva decidió dejarme de un día para otro y no se animó a decírmelo y me dio vuelta la cara. Porque ya no la necesito tanto y empezábamos a llevarnos mal. Y prefirió despedirse así. Envuelta en dolores que enmielan el té. ¿Y quién soy yo para decir cómo debe despedirse un amor? Si acaso hubiera que elegir entre los estudiantes y los hijos de puta, mi elección se inclinaría por los primeros. A mí siempre me gustaron los chicos y en una de esas. ¿Quién sabe? Entre tanto pintar consignas de Educación pública y gratuita -aunque en la Argentina por suerte, no es lo mismo que en Chile- entre besos y porros se nos escape un te quiero por quien merece amor. Si antes de irse, tragó saliva, dejó sus escritos, se paró de su asiento, se sacó los zapatos de taco aguja y los llevó despacio en su mano izquierda, acompañándonos. Se movió desgarbado, hizo un esfuerzo por mostrarse lo más erguido posible y nos abrazó a todos. A los que estábamos presentes en su perfomance de Malba al estilo Lemebel, apoyando sus manos aún tibias, por la escritura leída, en su pecho latiendo como si fuera el de tantos y aleteando palomas grises equivocadas, que en lugar de ir al norte se fueron para el sur, creyendo que el trigo era agua, para que se las llevara el viento con el sida y el cáncer del amanecer que dejaron sus huellas. Palomas que ya fueron soltadas en esquinas cortadas por su corazón, envuelto en aplausos, con canciones de fondo, con letras sucias que recitan poesía donde ya no la hay; donde falta, donde nunca la hubo; donde sobra. En un estilo barroco sin fronteras ni derechos y con ganas de más. Pero insiste otra vez. Aunque la belleza borronee el intento para los que lo leyeron y para los que no y para los que lo tomaron a risa.
Perfomance Lemebel, Malba, Buenos Aires
26 de septiembre de 2013
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]]>Pero la música y las luces nadie las apague; ni siquiera la bomba incendiaria que un fascista arrojó recién en la entrada. Ese resplandor amarillo que trepa los peldaños como un reguero de pólvora, que alcanza las plumas lacias de los travestis inflamando la silicona en chispazos púrpura y todos aplauden como si fuera parte del show. Total la música y las luces no se apagan y sigue cantando la Grace Jones por eso nadie lo toma en serio.
Como darse cuenta que la escalera de entrada se derrumba en un estruendo de cenizas, si el sonido es tan fuerte y todos sudan en el baile. Qué más da un poco de calor si las locas están calientes atracando y al gritito de: fuego, fuego. No falta la que dice: ¿Dónde? Aquí en mi corazón. Pero en un momento el chiste se transforma en infierno. Como si la música y las luces acompañaran la escena dantesca que arde a puerta cerrada. Con demasiado calor para seguir bailando, demasiado terror para rescatar la chaqueta Levis en el guardarropa. Atrapado en el choclón de locas gritando, empujando, pisando a la asfixiada que prefiere morir de espanto. Buscando la puerta de escape que está cerrada y la llave nadie sabe. Entonces a los baños dice alguien que lo vio en una película. Atravesando la pista encendida entre las brasas de locas que lanzan con la Grace y la música que sigue girando. Pisar las vigas y espejos al rojo vivo que multiplican la Roma disco de Nerón Jones, atizando la fogata desde los parlantes. Sin mirar atrás las parejas gays calcinadas en los carbones de Pompeya. Encontrar los baños para refugiarse en el frío falso de los azulejos plásticos. Como si en último momento se eligiera el lugar del placer, recordando chupeteos y escenas de fragor, reviviendo en la emergencia la humedad sexual de los baños […] Más bien abrir todas las llaves de los lavamanos, pero la gota mezquina que sale está hirviendo y el humo ahoga la garganta en un asma de losca que no quiere morir.
en “La esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel.
Con tanto público abajo esperando morboso que la loca se tire al vacío. Sobre esa multitud de curiosos que miran indiferentes los incendios. Decidirse a dar el salto, porque es posible que su asma de losca flote en el aire dorado que la quema. Atreverse ahora que la cola está ardiendo y el mar tan lejos es un vértigo de olas que la aplaude. Apenas un paso empujada por la hoguera que inflama el pelo una antorcha. Un paso, sólo un paso en la pasarela de vidrio y el espectáculo de locas en llamas, volando sobre el muelle de Valparaíso, será recortado como un brillo fatídico en el escote aputado del puerto. Porque aun así, aunque la policía asegura que todo fue por un cortocircuito eléctrico, la música y las luces nunca se apagaron.
Discoteque Divine, Valparaiso, 4 de septiembre, 1993 (2001:120-123).
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Carta a Liz Taylor (o esmeraldas egipcias para AZT)
Así, querida Liz, sin saber si esta carta irá a ser leída por el calipso de tus ojos. Y más aún, conociendo tu apretada agenda, me permito sumarme a la gran cantidad de sidosos que te escriben para solicitarte algo. Tal vez un rizo de tu pelo, un autógrafo, una blonda de tu enagua. No sé, cualquier cosa que permita morir sabiendo que tú recibiste el mensaje. El caso es que yo no quiero morir, ni recibir un autógrafo impreso, ni siquiera una foto tuya con Montgomery Cliff en El árbol de la vida. Nada de eso, solamente una esmeralda de tu corona de Cleopatra, que usaste en el film, que según supe eran verdaderas. Tan auténticas, que una sola podría alargarme la vida por unos años más, a puro AZT.
No quiero presionarte con lágrimas de maricocódrilo moribundo, tampoco despojarte de algo tan querido. Quizás, liberarte de esas gemas que cargan la maldición faraónica, y a la larga traen mala suerte, incitan a los ladrones a saquear tu casa. Y no es broma, tú recuerdas lo de Sharon Tate, no fue nada de gracioso. Además los pelambres del ambiente, las víboras diciendo que las joyas se te pierden en las arrugas. Que ya no te queda cuello con tanta zarandaja. Que una reina debe ser sobria, que a tu edad el esplendor de los rubíes compite con la celulitis. En fin, habiendo tanto hambriento tú te paseas de alhaja en alhaja. Que Julio Iglesias quedó turnio con tanto brillo. Que los cheques para la causa AIDS, que tú regalas con tanta devoción, se quedan enredados en los dedos que trafican la plaga. Y dicen que fíjate tú, esa piedad es pura pantalla, nada más que promoción, fíjate, como el símbolo para la campaña. Esa cintita roja que los maricas pobres la usan de plástico, seguro que fabricadas en Taiwan. Y las ricas de oro con rubíes, que más parece una horca, el lacito ese. Un detector para saber quién tiene el premio, tú sabes, la gente es tan peladora. Hasta han dicho que tú estás contagiada, por eso la baja de peso. Basta mirar las fotos de hace algunos años, no había modelito que te entrara. Y ahora tanto amor con los homosexuales sidosos. Tanto cariño por ese Jackson, el Cristo pop que canta: «Dejad que los niños vengan a mí.» Mira tú, de dónde tanta adhesión. Tanto amor con los maricas, como la Liza Minelli, la Barbara Streisand y la María Félix. Todas esas estrellas que amamantan a las locas como perritos regalones. Como sí los maricas fueran adornos de uso coqueto. Como si fueran la joya del Nilo o el último fulgor de una Atlántida sumergida. Mira tú, y sin embargo, con las lesbianas ni pío. Cuando debiera ser al revés, dicen ellas. Primero la solidaridad por casa, y luego las locas. Hasta les tienen un apodo en New York a las ricas y famosas que andan para arriba y para abajo con sus modistos y peluqueros.
Yo creo Liz que es pura pica, nada más que envidia. Además, los colas tenemos corazón de estrella y alma de platino, por eso la cercanía. Por eso la confianza que tengo contigo para pedirte este favor. Si es que tú quieres, sí no te importa mucho. Te estaré eternamente agrade-sida. Acuérdate, una esmeralda chiquitita, de pocos kilates, que no se note mucho cuando la saquen de la corona. Total, tú tienes esas turquesas para mirar que opacan cualquier resplandor. Yo soy de Chile, mándamela a la dirección del remitente. Tú no conoces este país, dicen que, hay mucha plata, pero no se ve por ningún lado.
Tu admirador, for ever.
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Aquellos ojos verdes (o ese corazón fugitivo de Chiapas) al Subcomandante Marcos de Pedro Lemebel
Tal vez, porque supe de tu saludo al Frente Homosexual de Cataluña, donde una loca amiga recortó tu mirada de pasamontañas para pegarla en el telón blanco de su amor revolucionario. Quizás fue por eso, porque nunca tuvimos un Che Guevara propio, ni estrellas rojas en el amanecer nublado en Cuba. Y la montaña sandinista nos resultó demasiado empinada para el delicado aguante mariposa. Quizás, porque los héroes del marxismo macho “nunca nos tuvieron paciencia”, y prefirieron bailar solos, ideológicamente solos, la ranchera baleada de su despedida.
Por eso, querido Marcos, en esta esquina de la modernidad, donde casi no quedan estatuas que apunten al cielo con su puño cerrado. En este vértice del siglo, donde se venden las causas minoritarias en un revoltijo de plumas, condones y sostenes feministas. Ahora que tu México indio y pobre llega a Chile con peluca rubia de cambalache. Como si fuera una piñata Nafta que trafica Televisa repartiendo imágenes de Acapulcos coloridos y mariachis tecno. La postal cuate, donde la vida se empaqueta en teleseries gritonas y festivales de bikinis. La Mexicomanía que consume el neoliberalismo chilensis hartándose de tacos y enchiladas. Los mismos siúticos que ayer odiaban el chulerío picante de tu marimba azteca. La nueva clase pirula que saca pasajes para tostarse en Cancún, buscando un México light sin problemas sociales ni revueltas del pasado. Menos esas guerrillas que ahuyentan la inversión extranjera, ni esos pequeños sueños de justicia que la modernidad etiqueta de nostalgia. Porque el tercer mundo se totaliza capital, y su luz metálica apenas eclipsa el fuego verde de tus ojos.
Entonces, subcomandante, empuñas la treinta treinta y se levanta contigo el indiaje zapatista. Así fuera ayer la rebelión tizna de pólvora la pantalla del noticiario, y la foresta de Chiapas es el nuevo pulso que despierta en un alboroto de pájaros. Sólo que no es ayer, y los pájaros son helicópteros que zumban fatídicos por tu cabeza. No es ayer, lo repiten los ultimátums oficiales. Porque los Villas y Zapatas yacen pegados a los murales que fotografían los turistas. Pero igual sigues desafiando corajudo al Nuevo Orden. Igual sigues inventándole personajes a tu perseguido anonimato. Por ahí declaras que fuiste travesti en Barcelona, traficante en Times Square y pirata aéreo en El Cairo. Que nunca nadie dio con tu verdadero rostro, porque la revolución no debe tener un rostro. Es un imaginario posible, un paisaje que se completa con el rostro amado, soñaba Gilles Deleuze.
Sólo conocemos vestigios de selva que enmarcan tu mirada, sólo eso dejas ver. Y ese color turquesa entre las pupilas azabaches, lo tildan de intruso agitador. Pero tú ríes diciendo que son lentes de contacto. Más bien tus ojos se burlan del ojo mayor, tratando de identificarte en su- rompecabezas de fichaje. Tus ojos se mofan de la vigilancia y su stock de narices, orejas y bocas que tratan de encajar en la calavera prófuga en la calavera camuflada que requiere un rostro para el castigo. Porque el poder necesita un rostro para clavetear tu foto-recompensa. El poder te viste de caras para proclamar tu ansiada captura.
Por eso el empadronamiento mexicano improvisa una máscara y la reparte al mundo por Televisa, tranquilizando a los socios del Nafta. Enfatizando que la rebelión está controlada y ese tal Marcos está plenamente identificado. Y tú, escondido quién sabe dónde, contestas que no eres tan feo, que se guarden ese Frankenstein para sus pesadillas.
Pareciera que el corazón de Chiapas pende de un hilo, acorralado por el blindaje. Mientras tanto, mi amiga loca de Barcelona retrasa su reloj, suspende la hora del noticiario, porque no quiere conocer tus ojos sin pasamontañas. No quiere ver la pendiente suave de tu mejilla, ni la lija de tu barba a medio crecer por los días y días acosado por los perros del ejército mexicano. Escondido, cansado, travestido de india o caminante que no duerme, que no puede pegar el sueño y sueña despierto. Y los bellos ojos irritados por el polvo aún chispean esmeraldas en los humos del emplumado amanecer.
NOTA: Marcos recibió este texto en Chiapas, y le gustó mucho. Pero solamente un detalle le causó gracia: él dijo que no tenía los ojos verdes.
Fuente: Profanas palabras
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]]>Le decía que yo estaba acostado y él se sentó en la cama y se puso a hablar de varias cosas. De lo difícil que era la vocación. Pero había que confiar en el Señor. De las tentaciones que nos acechaban siempre. Pero debíamos ser fuertes. De los problemas de la carne, sobre todo a mi edad. Pero tenía que ser célibe y puro. Fuerza hijo, me dijo de pronto apretándome el pie. Fuerza y el espíritu en calma, me repetía mientras su mano subía por mi pierna. Yo estaba tieso, no podía decir nada. No tiene que contestarme, me decía, y su mano palmoteó mi rodilla. No diga nada, ni una sola palabra. Solamente tenga fe en su corazón. Y sentí que me tocaba los genitales. Yo cerré los ojos, Tranquilo, está bien así, tranquilo, tiene que cegarse a la tentación, me decía. Yo voy a ayudarlo de esta manera, porque usted es especial para mí. Igual como yo soy de especial para usted. Será un secreto entre los dos, murmuraba metiendo los dedos bajo las sábanas hasta tocarme el pene, y lo tomó con sus dos manos y lo puso en cruz: en su frente, en sus sienes y en su boca, ahí lo besó y empezó a mamarlo hasta que eyaculé.
en “Háblame de amores” de Pedro Lemebel.
Ufff, ¿y usted no decía nada?, pregunté respirando hondo.
Él para mí era como un Cristo, entiéndame. Qué le iba a decir. Además, eran otros tiempos. Yo lo acompañaba a los campamentos, movilizábamos a la gente, hacíamos barricadas. Y él se arriesgaba a todo por nosotros, los jóvenes de izquierda,
los perseguidos. Como lo iba a denunciar […] ¿No le quedó resentimiento?
No, por nada, yo también lo pasaba bien. Lo sigo admirando y le tengo cariño. Y entiendo a las personas como él… y como usted. Sí, pero yo no soy cura, le contesté riendo. Claro que no, por eso me dio confianza. Me lo dijo de una manera extraña, mirándome entre seductor y criminal (2013:146-148).
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]]>Aun así, negó con rabia la pregunta sobre su homosexualidad que el periodista insistía en enrostrarle. Con esa cara, con esa nariz operada como cola de ganso, y con esa vocecita y gestos de señora pirula, la pregunta estaba de más. Aunque apareciera con su bella esposa, una ex alumna con quien se había emparejado en los tristes años de anciana soledad. En la entrevista se notaba en ella un amor sublimado por la gran admiración al maestro. Tanto amor, que incluso le permitía al coreógrafo tener la calavera de su madre. Fetiche necrófilo que el abismante Edipo de Paco había rescatado del cementerio para que lo acompañara frente a su cama en el sueño final.
Casi en su último, una tibia tarde agosto, entrando apurado en la gran casona de Radio Tierra, me crucé con Paco en uno de los pasillos y le pregunté: ¿Aún te gustan los milicos, niña? Él se descolocó un momento, y con un alivio estilo de gran duquesa me contestó mirándome hacia abajo: Esas son cosas del ayer, no hay para que revolver las aguas.
en “Serenata cafiola” de Pedro Lemebel
(2008:97-98).
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