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]]>Pero la música y las luces nadie las apague; ni siquiera la bomba incendiaria que un fascista arrojó recién en la entrada. Ese resplandor amarillo que trepa los peldaños como un reguero de pólvora, que alcanza las plumas lacias de los travestis inflamando la silicona en chispazos púrpura y todos aplauden como si fuera parte del show. Total la música y las luces no se apagan y sigue cantando la Grace Jones por eso nadie lo toma en serio.
Como darse cuenta que la escalera de entrada se derrumba en un estruendo de cenizas, si el sonido es tan fuerte y todos sudan en el baile. Qué más da un poco de calor si las locas están calientes atracando y al gritito de: fuego, fuego. No falta la que dice: ¿Dónde? Aquí en mi corazón. Pero en un momento el chiste se transforma en infierno. Como si la música y las luces acompañaran la escena dantesca que arde a puerta cerrada. Con demasiado calor para seguir bailando, demasiado terror para rescatar la chaqueta Levis en el guardarropa. Atrapado en el choclón de locas gritando, empujando, pisando a la asfixiada que prefiere morir de espanto. Buscando la puerta de escape que está cerrada y la llave nadie sabe. Entonces a los baños dice alguien que lo vio en una película. Atravesando la pista encendida entre las brasas de locas que lanzan con la Grace y la música que sigue girando. Pisar las vigas y espejos al rojo vivo que multiplican la Roma disco de Nerón Jones, atizando la fogata desde los parlantes. Sin mirar atrás las parejas gays calcinadas en los carbones de Pompeya. Encontrar los baños para refugiarse en el frío falso de los azulejos plásticos. Como si en último momento se eligiera el lugar del placer, recordando chupeteos y escenas de fragor, reviviendo en la emergencia la humedad sexual de los baños […] Más bien abrir todas las llaves de los lavamanos, pero la gota mezquina que sale está hirviendo y el humo ahoga la garganta en un asma de losca que no quiere morir.
en “La esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel.
Con tanto público abajo esperando morboso que la loca se tire al vacío. Sobre esa multitud de curiosos que miran indiferentes los incendios. Decidirse a dar el salto, porque es posible que su asma de losca flote en el aire dorado que la quema. Atreverse ahora que la cola está ardiendo y el mar tan lejos es un vértigo de olas que la aplaude. Apenas un paso empujada por la hoguera que inflama el pelo una antorcha. Un paso, sólo un paso en la pasarela de vidrio y el espectáculo de locas en llamas, volando sobre el muelle de Valparaíso, será recortado como un brillo fatídico en el escote aputado del puerto. Porque aun así, aunque la policía asegura que todo fue por un cortocircuito eléctrico, la música y las luces nunca se apagaron.
Discoteque Divine, Valparaiso, 4 de septiembre, 1993 (2001:120-123).
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]]>Le decía que yo estaba acostado y él se sentó en la cama y se puso a hablar de varias cosas. De lo difícil que era la vocación. Pero había que confiar en el Señor. De las tentaciones que nos acechaban siempre. Pero debíamos ser fuertes. De los problemas de la carne, sobre todo a mi edad. Pero tenía que ser célibe y puro. Fuerza hijo, me dijo de pronto apretándome el pie. Fuerza y el espíritu en calma, me repetía mientras su mano subía por mi pierna. Yo estaba tieso, no podía decir nada. No tiene que contestarme, me decía, y su mano palmoteó mi rodilla. No diga nada, ni una sola palabra. Solamente tenga fe en su corazón. Y sentí que me tocaba los genitales. Yo cerré los ojos, Tranquilo, está bien así, tranquilo, tiene que cegarse a la tentación, me decía. Yo voy a ayudarlo de esta manera, porque usted es especial para mí. Igual como yo soy de especial para usted. Será un secreto entre los dos, murmuraba metiendo los dedos bajo las sábanas hasta tocarme el pene, y lo tomó con sus dos manos y lo puso en cruz: en su frente, en sus sienes y en su boca, ahí lo besó y empezó a mamarlo hasta que eyaculé.
en “Háblame de amores” de Pedro Lemebel.
Ufff, ¿y usted no decía nada?, pregunté respirando hondo.
Él para mí era como un Cristo, entiéndame. Qué le iba a decir. Además, eran otros tiempos. Yo lo acompañaba a los campamentos, movilizábamos a la gente, hacíamos barricadas. Y él se arriesgaba a todo por nosotros, los jóvenes de izquierda,
los perseguidos. Como lo iba a denunciar […] ¿No le quedó resentimiento?
No, por nada, yo también lo pasaba bien. Lo sigo admirando y le tengo cariño. Y entiendo a las personas como él… y como usted. Sí, pero yo no soy cura, le contesté riendo. Claro que no, por eso me dio confianza. Me lo dijo de una manera extraña, mirándome entre seductor y criminal (2013:146-148).
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]]>Aun así, negó con rabia la pregunta sobre su homosexualidad que el periodista insistía en enrostrarle. Con esa cara, con esa nariz operada como cola de ganso, y con esa vocecita y gestos de señora pirula, la pregunta estaba de más. Aunque apareciera con su bella esposa, una ex alumna con quien se había emparejado en los tristes años de anciana soledad. En la entrevista se notaba en ella un amor sublimado por la gran admiración al maestro. Tanto amor, que incluso le permitía al coreógrafo tener la calavera de su madre. Fetiche necrófilo que el abismante Edipo de Paco había rescatado del cementerio para que lo acompañara frente a su cama en el sueño final.
Casi en su último, una tibia tarde agosto, entrando apurado en la gran casona de Radio Tierra, me crucé con Paco en uno de los pasillos y le pregunté: ¿Aún te gustan los milicos, niña? Él se descolocó un momento, y con un alivio estilo de gran duquesa me contestó mirándome hacia abajo: Esas son cosas del ayer, no hay para que revolver las aguas.
en “Serenata cafiola” de Pedro Lemebel
(2008:97-98).
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]]>MI VOZ ESTÁ ALTERADA
(Fragmento de Toda la voz de América en mi piel: ensayo sobre las crónicas de Pedro Lemebel de Juan Botana intrepretado por María Eloísa Argüello)
Lo que el viento se llevó… Hola a todos ¿Qué dicen? O lo que el sida me trajo, ¿no? O mejor dicho, lo que el cáncer me dejó, anunció Pedro mientras nos miraba fijamente a los ojos en el auditorio. ¿Pero? ¿Sidoso yo? ¡Qué ordinario! En cambio, ¡un cáncer de laringe me sienta regio! Si hace unos minutos me gritaron “Reinaa”. Y yo me lo creí. Porque una quiere creer y nada más. Pero no fue a mí, sino a la foto de Liz Taylor que se presenta en la pantalla detrás mío cada vez que aparezco en escena. Con toda esa música y mi teatro ambulante a cuestas y mis ropas, y mi colorido, entre el afecto y el espanto, de peregrino errante, de hiedra y camino y “musguito en la piedra y ay, si, si, si”. Por entonces más Parra que Violeta y cada vez más lejos de mis diecisiete. ¿Qué suerte que se ríen? Porque yo ya no me puedo reír. Me quedó más la mueca que el gesto y unas ganas locas de seguir riendo con muchos más afanes que locura. ¿Saben? Por esto de la operación que me hicieron en Cuba me pasó. Pero era obvio que soportar tantos años esta lengua salada iba a tener sus represalias y de algún modo se la iban a cobrar; y a lo mejor, fue ésta la manera que encontraron. ¿Saben? Hoy es la primera vez que me leo en vivo desde el momento de la intervención quirúrgica. ¡Me hubiera puesto cuatro tetas de haber sabido! Me fugué de La Habana, porque imagínense que “un colibrí no puede morir a la sombra del sidario”. No puede. Fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser? ¡Qué suerte que ustedes también hayan podido venir! Si hace minutos y hace tiempo mi boca buscona le robó un beso: inocente, tierno, dulce; guardado por años en terciopelo marrón, pálido y triste, que envejeció arrugándose con su cara y la mía al sol del Mediterráneo de mi Joan Manuel. Y me arañaron por eso las mujeres presentes en la Universidad ARCIS ese día, en Santiago de Chile una tarde cualquiera.
Y cada tarde de primavera que dura un segundo. Y cada primavera. Y cada vez que él cante la canción Lucía, mi beso cantará en su boca como una flor extraña que sentirá enredarse en sus palabras otra vez. “Mi beso será un recuerdo prohibido como una luna sodomita que arañó su mar”. Si hace minutos y hace tiempo la Leva dejó de taconear las calles y al mirar el recuerdo de “perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada”, como si tuviera la obligación de atenderlos cuando ellos quisieran por el solo hecho de su condición sexual, me descompuse y casi que no puedo venir. ¿Pero ustedes no tienen la culpa? Agarré mis cosas y me vine. Si al pobre de Gonzalo no le quedó otra, que travestir sus cicatrices para que la emergencia de los apagones no lo encandilaran esta vez y ocultaran su maquillaje por las noches y sobreviviera mientras pudo a la dictadura. Pero no al dolor y a mi amor colgado en sus manos ni a su rojo corazón. Si “la persona que amas puede desaparecer” y mi amor no está tranquilo. Si “donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo” en una calle angosta. Si ayer nomás, estaba en el hotel donde me hospedo sobre la calle Bolívar: nostálgico, melancólico, aburrido, misterioso, melodramático, adjetivo, como el centro de Buenos Aires, ya casi sin casco histórico para admirar, como conservan todavía la mayoría de las ciudades antiguas de Latinoamérica, creyendo mirar en la televisión como pasa la vida cuando un baño de agua dulce salpicó mi cara por suerte una vez más. Y sus gotas acariciaron mi cuerpo dolido y salí como loca al encuentro de miles de estudiantes que habían tomado los colegios por quién sabe qué derecho. Primero justo y después vemos. Y baje para acompañarlos y poner el cuerpo –como siempre- ya más cansado que entonces y un tanto torcido por el trajín de los viajes. Y mi voz alterada, esta vez más grave por la operación que por el cigarrillo, puso la mano aquí. Justo cuando la izquierda ahora nos incluye y dejó de reírse de nosotros y de nuestra voz amariconada y habla por la diferencia aunque le cueste. ¡Justo ahora a mí viene a tocarme este vozarrón! ¿Qué dicen? No es justo, no. ¡Pero si nunca hubo justicia en este mundo! Tal vez porque mi voz fugitiva decidió dejarme de un día para otro y no se animó a decírmelo y me dio vuelta la cara. Porque ya no la necesito tanto y empezábamos a llevarnos mal. Y prefirió despedirse así. Envuelta en dolores que enmielan el té. ¿Y quién soy yo para decir cómo debe despedirse un amor? Si acaso hubiera que elegir entre los estudiantes y los hijos de puta, mi elección se inclinaría por los primeros. A mí siempre me gustaron los chicos y en una de esas. ¿Quién sabe? Entre tanto pintar consignas de Educación pública y gratuita -aunque en la Argentina por suerte, no es lo mismo que en Chile- entre besos y porros se nos escape un te quiero por quien merece amor. Si antes de irse, tragó saliva, dejó sus escritos, se paró de su asiento, se sacó los zapatos de taco aguja y los llevó despacio en su mano izquierda, acompañándonos. Se movió desgarbado, hizo un esfuerzo por mostrarse lo más erguido posible y nos abrazó a todos. A los que estábamos presentes en su perfomance de Malba al estilo Lemebel, apoyando sus manos aún tibias, por la escritura leída, en su pecho latiendo como si fuera el de tantos y aleteando palomas grises equivocadas, que en lugar de ir al norte se fueron para el sur, creyendo que el trigo era agua, para que se las llevara el viento con el sida y el cáncer del amanecer que dejaron sus huellas. Palomas que ya fueron soltadas en esquinas cortadas por su corazón, envuelto en aplausos, con canciones de fondo, con letras sucias que recitan poesía donde ya no la hay; donde falta, donde nunca la hubo; donde sobra. En un estilo barroco sin fronteras ni derechos y con ganas de más. Pero insiste otra vez. Aunque la belleza borronee el intento para los que lo leyeron y para los que no y para los que lo tomaron a risa.
Perfomance Lemebel, Malba, Buenos Aires
26 de septiembre de 2013
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]]>MI VOZ ESTÁ ALTERADA
(Fragmento de Toda la voz de América en mi piel: ensayo sobre las crónicas de Pedro Lemebel de Juan Botana intrepretado por María Cecilia Marsili)
Lo que el viento se llevó… Hola a todos ¿Qué dicen? O lo que el sida me trajo, ¿no? O mejor dicho, lo que el cáncer me dejó, anunció Pedro mientras nos miraba fijamente a los ojos en el auditorio. ¿Pero? ¿Sidoso yo? ¡Qué ordinario! En cambio, ¡un cáncer de laringe me sienta regio! Si hace unos minutos me gritaron “Reinaa”. Y yo me lo creí. Porque una quiere creer y nada más. Pero no fue a mí, sino a la foto de Liz Taylor que se presenta en la pantalla detrás mío cada vez que aparezco en escena. Con toda esa música y mi teatro ambulante a cuestas y mis ropas, y mi colorido, entre el afecto y el espanto, de peregrino errante, de hiedra y camino y “musguito en la piedra y ay, si, si, si”. Por entonces más Parra que Violeta y cada vez más lejos de mis diecisiete. ¿Qué suerte que se ríen? Porque yo ya no me puedo reír. Me quedó más la mueca que el gesto y unas ganas locas de seguir riendo con muchos más afanes que locura. ¿Saben? Por esto de la operación que me hicieron en Cuba me pasó. Pero era obvio que soportar tantos años esta lengua salada iba a tener sus represalias y de algún modo se la iban a cobrar; y a lo mejor, fue ésta la manera que encontraron. ¿Saben? Hoy es la primera vez que me leo en vivo desde el momento de la intervención quirúrgica. ¡Me hubiera puesto cuatro tetas de haber sabido! Me fugué de La Habana, porque imagínense que “un colibrí no puede morir a la sombra del sidario”. No puede. Fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser? ¡Qué suerte que ustedes también hayan podido venir! Si hace minutos y hace tiempo mi boca buscona le robó un beso: inocente, tierno, dulce; guardado por años en terciopelo marrón, pálido y triste, que envejeció arrugándose con su cara y la mía al sol del Mediterráneo de mi Joan Manuel. Y me arañaron por eso las mujeres presentes en la Universidad ARCIS ese día, en Santiago de Chile una tarde cualquiera.
Y cada tarde de primavera que dura un segundo. Y cada primavera. Y cada vez que él cante la canción Lucía, mi beso cantará en su boca como una flor extraña que sentirá enredarse en sus palabras otra vez. “Mi beso será un recuerdo prohibido como una luna sodomita que arañó su mar”. Si hace minutos y hace tiempo la Leva dejó de taconear las calles y al mirar el recuerdo de “perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada”, como si tuviera la obligación de atenderlos cuando ellos quisieran por el solo hecho de su condición sexual, me descompuse y casi que no puedo venir. ¿Pero ustedes no tienen la culpa? Agarré mis cosas y me vine. Si al pobre de Gonzalo no le quedó otra, que travestir sus cicatrices para que la emergencia de los apagones no lo encandilaran esta vez y ocultaran su maquillaje por las noches y sobreviviera mientras pudo a la dictadura. Pero no al dolor y a mi amor colgado en sus manos ni a su rojo corazón. Si “la persona que amas puede desaparecer” y mi amor no está tranquilo. Si “donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo” en una calle angosta. Si ayer nomás, estaba en el hotel donde me hospedo sobre la calle Bolívar: nostálgico, melancólico, aburrido, misterioso, melodramático, adjetivo, como el centro de Buenos Aires, ya casi sin casco histórico para admirar, como conservan todavía la mayoría de las ciudades antiguas de Latinoamérica, creyendo mirar en la televisión como pasa la vida cuando un baño de agua dulce salpicó mi cara por suerte una vez más. Y sus gotas acariciaron mi cuerpo dolido y salí como loca al encuentro de miles de estudiantes que habían tomado los colegios por quién sabe qué derecho. Primero justo y después vemos. Y baje para acompañarlos y poner el cuerpo –como siempre- ya más cansado que entonces y un tanto torcido por el trajín de los viajes. Y mi voz alterada, esta vez más grave por la operación que por el cigarrillo, puso la mano aquí. Justo cuando la izquierda ahora nos incluye y dejó de reírse de nosotros y de nuestra voz amariconada y habla por la diferencia aunque le cueste. ¡Justo ahora a mí viene a tocarme este vozarrón! ¿Qué dicen? No es justo, no. ¡Pero si nunca hubo justicia en este mundo! Tal vez porque mi voz fugitiva decidió dejarme de un día para otro y no se animó a decírmelo y me dio vuelta la cara. Porque ya no la necesito tanto y empezábamos a llevarnos mal. Y prefirió despedirse así. Envuelta en dolores que enmielan el té. ¿Y quién soy yo para decir cómo debe despedirse un amor? Si acaso hubiera que elegir entre los estudiantes y los hijos de puta, mi elección se inclinaría por los primeros. A mí siempre me gustaron los chicos y en una de esas. ¿Quién sabe? Entre tanto pintar consignas de Educación pública y gratuita -aunque en la Argentina por suerte, no es lo mismo que en Chile- entre besos y porros se nos escape un te quiero por quien merece amor. Si antes de irse, tragó saliva, dejó sus escritos, se paró de su asiento, se sacó los zapatos de taco aguja y los llevó despacio en su mano izquierda, acompañándonos. Se movió desgarbado, hizo un esfuerzo por mostrarse lo más erguido posible y nos abrazó a todos. A los que estábamos presentes en su perfomance de Malba al estilo Lemebel, apoyando sus manos aún tibias, por la escritura leída, en su pecho latiendo como si fuera el de tantos y aleteando palomas grises equivocadas, que en lugar de ir al norte se fueron para el sur, creyendo que el trigo era agua, para que se las llevara el viento con el sida y el cáncer del amanecer que dejaron sus huellas. Palomas que ya fueron soltadas en esquinas cortadas por su corazón, envuelto en aplausos, con canciones de fondo, con letras sucias que recitan poesía donde ya no la hay; donde falta, donde nunca la hubo; donde sobra. En un estilo barroco sin fronteras ni derechos y con ganas de más. Pero insiste otra vez. Aunque la belleza borronee el intento para los que lo leyeron y para los que no y para los que lo tomaron a risa.
Perfomance Lemebel, Malba, Buenos Aires
26 de septiembre de 2013
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